El principio de mediocridad, en astronomía, afirma que no existe nada intrínsecamente especial acerca de la Tierra. Vivimos en un planeta rocoso normal que gira en torno a una estrella normal, localizado en una galaxia típica espiral. El gran astrónomo y divulgador Carl Sagan, creador de la mítica serie Cosmos, usaba este principio para sugerir que si la vida se ha podido desarrollar en nuestro planeta, esta debía de ser común en el universo. Gracias al satélite Kepler hoy en día sabemos que, efectivamente, solo en nuestra galaxia existen miles de millones de planetas rocosos orbitando estrellas similares al Sol lo que, en principio, apoya este principio de mediocridad.
Sin embargo, existe una contraposición a ese principio, la llamada hipótesis de Tierra rara. El nombre tiene su origen en el libro Rare Earth, publicado por Peter Ward y Donald E. Brownlee en el año 2000. En él se argumenta que la aparición de la vida inteligente en la Tierra pudo depender de una serie de casualidades, tanto astronómicas como geológicas, difíciles de repetir. Vamos a hablarles hoy de ese azar astronómico que pudo ser crucial para nuestra existencia y es que, después de todo, nuestro Sistema Solar no es tan común como pudiera parecer.
Nuestro Sistema Solar está formado por cuatro planetas interiores, todos ellos rocosos, y cuatro externos, bolas gigantes de gas rodeadas de anillos. Entre medias se encuentra un cinturón de asteroides. Esta configuración es muy extraña, la mayor parte de los miles de sistemas planetarios observados hasta la fecha cuentan con planetas de tamaños similares entre ellos, con radios superiores al de la Tierra pero inferiores al de los gigantes gaseosos. Estos planetas suelen estar en órbitas mucho más cercanas al Sol que lo que están Júpiter y sus compañeros. De hecho, la mayor parte de los exoplanetas se encuentran en órbitas más cercanas a su estrella que la de Mercurio, nuestro planeta más interior. Solo un 10% de los sistemas planetarios observados hasta la fecha tienen planetas tan grandes como Júpiter y Saturno, y en menos de un 2% de los casos estos planetas se encuentran en órbitas estables alejadas de la estrella como en el nuestro.
No está claro cómo llegamos a tener planetas por un lado tan pequeños y por otro tan grandes, ni tampoco cómo el Sistema Solar llegó a expandirse tanto. Una teoría, llamada la gran travesía, afirma que Júpiter, que fue el primer planeta gigante en formarse, comenzó a moverse hacia el Sol, tal y como ocurre en otros sistemas solares que tienen gigantes gaseosos en órbitas cercanas. Saturno, que se formó un poco más lentamente, hizo lo propio un poquito después pero mucho más rápido que Júpiter. Se piensa que en ese momento la duración de la órbita de Saturno y la de Júpiter guardaban una relación sencilla de 2:3. Esto significa que cada dos vueltas de Júpiter y tres de Saturno, los planetas estaban alineados. Cuando esto sucede, los planetas ejercen una fuerza gravitatoria entre ellos mayor, y dado que las órbitas están sincronizadas, esto sucede en intervalos de tiempos regulares. Es lo que en física se llama resonancia y es parecido a lo que sucede cuando empujamos un columpio. Si sincronizamos el momento de empujar con el movimiento del columpio, este cada vez alcanza más altura. El proceso con los dos planetas gigantes hizo que su movimiento se revirtiera y comenzaran a alejarse del Sol, hasta alcanzar órbitas más lejanas que aquellas donde se formaron. Estas migraciones, obviamente, alteraron las órbitas de los planetas interiores hasta la actual configuración.
La migración quizás no solo afectó a los planetas. El viaje también puede explicar el origen del agua en la Tierra. Aunque la Tierra se formó a partir de material cerca del Sol probablemente muy seco, la gravedad de los gigantes pudo haber desestabilizado las órbitas de asteroides y cometas más lejanos del Sistema Solar, esos que, debido a su lejanía al Sol, tenían agua en forma de hielo. La desestabilización de sus órbitas hizo que una gran parte de ellos fuera dirigida hacia el interior del Sistema Solar, allí donde la Tierra estaba formándose, bombardeándola. El hielo de estos objetos pudo derretirse en los océanos de la Tierra y permitirnos, a nosotros y a todo lo que vive en este planeta, permanecer con vida.
No está claro cómo llegamos a tener planetas por un lado tan pequeños y por otro tan grandes, ni tampoco cómo el Sistema Solar llegó a expandirse tanto
Por otro lado, nuestra Tierra tiene otra característica que la hace especial y es su compañera de baile, la Luna. Nuestro satélite es excepcionalmente grande para el tamaño de la Tierra. Es el quinto en tamaño del Sistema Solar, comparable a lunas de Júpiter y Saturno, a pesar de que estos planetas son del orden de 10 veces mayores que la Tierra. Es hecho insólito ha llevado a que la teoría más aceptada para la formación de la Luna se base en la existencia de un evento muy poco probable: el choque violento de una joven Tierra con un planeta de tamaño similar al de Marte, Theia, madre de la diosa de la Luna Selene en la mitología griega. Este choque habría producido un desprendimiento de material de nuestro planeta a partir del cual se formó nuestro satélite.
Es muy probable que este choque sea el responsable de la gran velocidad de rotación terrestre. Esta es importante porque reduce las variaciones de temperatura entre el día y la noche y hace viable la fotosíntesis, esencial para la vida en el planeta. Por otro lado, el impacto de Theia también pudo inclinar el eje de rotación terrestre, gracias al cual tenemos estaciones, a lo que se une que la misma presencia de la Luna hace que esta inclinación no varíe apenas a lo largo del tiempo. Sin ella, es probable que se produjeran variaciones bruscas en la misma, dando lugar a cambios repentinos en el clima, tal como sucede en Marte, lo que podría haber acabado con la vida.
Por otro lado, el choque con Theia pudo calentar la Tierra y prevenir una diferenciación de los elementos químicos, lo que no hubiera permitido a nuestro planeta tener un campo magnético que es, con mucho, el más potente entre los planetas rocosos del Sistema Solar. Como sabemos, el campo magnético de la Tierra crea un colchón efectivo contra las partículas cargadas de alta energía procedentes del viento solar, protegiendo la vida de los efectos dañinos de esta radiación.
Todo esto son hipótesis, por supuesto, pero muchas de las características de la Tierra, que parecen críticas para el desarrollo de vida inteligente, no han sido observadas en otros lugares, lo que podría indicar, simplemente, que nos encontramos en el único lugar en el que podríamos estar: contemplando desde nuestra Tierra rara los confines despoblados del espacio-tiempo.
Pablo G. Pérez González es investigador del Centro de Astrobiología, dependiente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y del Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (CAB/CSIC-INTA)
Patricia Sánchez Blázquez es profesora titular en la Universidad Complutense de Madrid (UCM)
Vacío Cósmico es una sección en la que se presenta nuestro conocimiento sobre el universo de una forma cualitativa y cuantitativa. Se pretende explicar la importancia de entender el cosmos no solo desde el punto de vista científico sino también filosófico, social y económico. El nombre “vacío cósmico” hace referencia al hecho de que el universo es y está, en su mayor parte, vacío, con menos de 1 átomo por metro cúbico, a pesar de que en nuestro entorno, paradójicamente, hay quintillones de átomos por metro cúbico, lo que invita a una reflexión sobre nuestra existencia y la presencia de vida en el universo.
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